domingo, 4 de octubre de 2009

Hervir agua

Llenar de agua la tetera constituía un placer especial para ella. Primero usó el encendedor para crear el milagro del fuego en la cocina y, con sus pequeñas y delicadas manos, puso el recipiente lleno sobre las llamas. Sus ojos brillaban con cierta ansiedad mirando el reloj, y su rostro, algo oscurecido, lucía inquieto con sublimes rasgos de adrenalina. Los segundos pasaban, el agua se calentaba de a poco, pestañeaba y pestañeaba; parecía que sus arregladísimas pestañas jugueteaban locamente con su piel. No podía sentarse, no podía moverse, estaba encadenada a esa cocina y al sonido sordo –y obviamente ciego- que producía el roce del fuego. Luego de ocho minutos, una leve sensación de vapor de agua empezó a contactar los ondulados cabellos de la mujer. No esperó un segundo más. Cogió la tetera con sus suaves dedos y depositó un poco de agua en una taza barata y descuidada –pero indiscutiblemente limpia- que portaba en su interior una bolsa de té. Una vez ubicada la taza sobre un platillo y una cuchara al costado de la taza, fue al comedor a completar la merienda, ya que todo lo demás estaba oportunamente dispuesto. Camino a la mesa, se encontró con una sorpresa: su marido había ingresado hacía unos segundos, silenciosamente, por la puerta. Ante esto, ella se esmeró en poner en su lugar la taza y luego sonrió indicándole al hombre que debía sentarse. Él sonrió también, y se saludaron dándose un grato beso. Una vez que el esposo se sentó en la mesa con mucho agrado, la mujer hizo una extraña especie de reverencia y salió al patio, prendió un cigarrillo y se sentó en una silla de mimbre mirando al horizonte. Esa noche dormiría tranquila, no habría gritos ni magulladuras. Nada mal.