Nuestro destino era la gran biblioteca. No nos buscarían ahí. En nuestro éxodo nos tocó ver casas incendiadas y saqueadas, aviones bombardeando los verdes jardines, adolescentes guerrilleros peleando con lanzas y botellas de plástico. El gris cielo, conmovido, hizo caer un diluvio para apagar los fuegos.
Quedaba
la mitad del camino, y pasamos a un bien abastecido almacén a comprar
provisiones para ese día. Nada podía quedar al azar. Estábamos lejos ya de la
acción, pero seguíamos huyendo a marcha forzada. Huíamos de la vergüenza de
haber dejado morir a nuestros camaradas, huíamos de la derrota frente al misterioso y
miserable enemigo. Huíamos de las miradas incrédulas de nuestras madres.
Empezó
a oscurecer y el cielo se volvió cáscara de durazno. Nuestro aire fresco
contrastaba con el sonido de los bombazos y los megáfonos pidiendo refuerzos.
Nosotros éramos libres. Nuestros fusiles botados en un
percudido callejón nos dijeron adiós. Íbamos a ser hombres nuevos.
De noche llegamos a la biblioteca. Decenas de oportunistas sumidos en una eterna orgía nos dieron la bienvenida. Ellos serían la esperanza rebelde en el futuro, la resistencia contra un extraño régimen que se nos venía encima. No quisimos participar; teníamos otros planes.
Al margen de todos, sacamos nuestras provisiones, y bebimos botella tras botella simplemente por beber, hasta que no pudimos seguir conversando de corrido, y hasta las risas se entrecortaban. Después, cuando solo unos pocos seguían haciendo ruido, hicimos de un rincón olvidado nuestro meadero, y arruinamos un montón de libros que ahí yacían. Luego buscamos refugio en una montaña de tibias y secas enciclopedias. Cerramos los ojos. Estábamos cansados.