jueves, 29 de octubre de 2009

Transtemporal

Los oídos sangrantes, la consciencia caída; es sólo un cuerpo en reposo sobre un enorme vertedero. Metálicas sus vestiduras, de algodón su corazón; la memoria lo golpea con más fuerza cada día. Las pesadillas lo atormentan y sus músculos ceden ante la ira de un pasado que lo tortura.

Sus recuerdos lo llevan a una era muy lejana, prados verdes y flores rojas como la sangre misma, castillos gigantescos y reyes bondadosos que todo lo ofrecían a sus súbditos. Las nubes eran blancas como nieve suspendida y la tierra tenía un hermoso aroma. Ahí floreció un amor incomparable entre él y una princesa enmascarada.

Hoy él está perdido, sin rumbo ni destino. En casa sólo le aguarda la comida sin sabor que sale de las bolsas y una cama demasiado suave para un hombre tan sencillo. No duerme bien ni quiere dormir, pero aún así quisiera nunca despertar para ver la puta realidad. Cuando abre los ojos sólo ve un cielo gris y un montón de sueños rotos.

Su memoria lo lleva una vez más al colorido pasado: Abrazos y dulces besos, momentos breves que conducirían a un final inesperado. Ella se fue sin más, en las profundidades de un lago la encontraron. Él enloqueció, sin saber qué hacer; se ocultó en su maldita calma, la oscurísima verdad le aterraba.

Volvemos al presente para verlo sufrir, entre androides y cemento fresco, en un mundo que él no entiende. ¡Carne grasosa de mierda! ¡Agua con sabor a peste! ¿Es que ya no hay nada en este mundo que algún dios pueda ofrecerle? Ya no hay falsas doncellas ni magos que ofrezcan felicidad. Ya no hay nada para él.

Sus últimos recuerdos en el pasado lejano son tristes. Sus amigos no entendían, sólo fingían que los asuntos ajenos les interesaban, decían unas palabras amables y quedaban contentos. No podía seguir así, todo quedó en blanco. Cerró los ojos y pensó en huir, sólo huir a cualquier parte, otro tiempo, otro mundo.

Apareció aquí, en un mundo de locos, donde nadie entiende a nadie y se vive en un ocaso constante. Los días se hacen eternos, parece un buen lugar para descansar. Pero algunos como él nunca podrán detenerse, tendrán que vivir la condena de aquello que nunca pudo ocurrir. Algunos lo llaman suerte, para otros es destino. Por mucho que busque, él nunca lo sabrá con certeza. Simplemente seguirá perdido, en un tiempo perdido y en un mundo perdido.

A Arnaldo Allende.

martes, 6 de octubre de 2009

BLUFF

Los esnobs vinieron a hacer de las suyas al mundo de los que estábamos out; ahora estamos súper bien, pero no hacemos nada y nos arreglamos la chasquilla a cada rato. Parece que ellos lo hicieron… ¿Te has fijado que les gustan las mismas películas, la misma música y siempre están juntos? Cuando se fueron, los despedimos como libertadores.

Todos eran compatriotas nuestros, pero se creían europeos o algo por el estilo. Hicieron de las suyas: trajeron el insomnio a los soñadores, a los perros les dieron humildad, las aves tienen casas que cuelgan del cinturón de asteroides. ¿Te conté que ahora el cielo es rosado? Es lo peor de la vida, es atrozmente blando y tiene un sabor muy hostil. La arena es áspera y los astutos ratones híper desarrollados se comieron mis zapatos y mi lengua. Mi pluma, que un día encontré en la playa, escribe sobre cartón llovido. Pero me sorprende lo ingrata que es la tinta transparente. Vivo en una casa sin paredes, igual que todos mis vecinos. Cada noche hay una persona nueva durmiendo en mi cama.

En la TV nos repiten lo hermosos que somos, parece que somos hermosos. En la radio cantan canciones que hablan del amor y las artes, tal parece que todo aquello está muy de moda. Los libros contienen mundos locos, incoherentes como lo que estás leyendo, así que no los leo porque no soy un tarado. Algo nos falta, fui a la tienda y no lo encontré, algo nos falta, algo que tuvimos. Hoy en la calle me llamaron ‘raro’. Parece que soy ‘raro’. Me encantaría ser realmente ‘raro’.

Te contaré lo que quiero. Quiero jugar a la escondida, a ver si puedo esconderme en el pasado; cierro los ojos y cuento hasta veinte, a ver si los horribles monstruos se empequeñecen hasta desaparecer en el armario; quiero inventar una cura para todo, pero que tenga buen sabor, para ver si me dejan de doler los testículos, ¡Oh, doloridos testículos! ¿Cuándo dejaréis de esbozar vuestro canto fúnebre y sonámbulo! Antes de finalizar, quiero gritar mi nombre, a ver si aparezco por fin, a ver si me encuentro y vuelvo a ser yo. A ver si me abrazo y me reto por haberme desaparecido tanto tiempo.

Esta carta no tiene remitente ni asunto ni nada de eso (olvidé los otros componentes de una carta), pero imagino que llegará a tus manos. Trae azúcar, trae sueños, trae números, trae humanidad, trae tus defectos, muchos defectos. Yo te estaré esperando para que me des una porción de cada cosa y pueda volver a jugar, cerrar los ojos, contar, crear y gritar...

domingo, 4 de octubre de 2009

Hervir agua

Llenar de agua la tetera constituía un placer especial para ella. Primero usó el encendedor para crear el milagro del fuego en la cocina y, con sus pequeñas y delicadas manos, puso el recipiente lleno sobre las llamas. Sus ojos brillaban con cierta ansiedad mirando el reloj, y su rostro, algo oscurecido, lucía inquieto con sublimes rasgos de adrenalina. Los segundos pasaban, el agua se calentaba de a poco, pestañeaba y pestañeaba; parecía que sus arregladísimas pestañas jugueteaban locamente con su piel. No podía sentarse, no podía moverse, estaba encadenada a esa cocina y al sonido sordo –y obviamente ciego- que producía el roce del fuego. Luego de ocho minutos, una leve sensación de vapor de agua empezó a contactar los ondulados cabellos de la mujer. No esperó un segundo más. Cogió la tetera con sus suaves dedos y depositó un poco de agua en una taza barata y descuidada –pero indiscutiblemente limpia- que portaba en su interior una bolsa de té. Una vez ubicada la taza sobre un platillo y una cuchara al costado de la taza, fue al comedor a completar la merienda, ya que todo lo demás estaba oportunamente dispuesto. Camino a la mesa, se encontró con una sorpresa: su marido había ingresado hacía unos segundos, silenciosamente, por la puerta. Ante esto, ella se esmeró en poner en su lugar la taza y luego sonrió indicándole al hombre que debía sentarse. Él sonrió también, y se saludaron dándose un grato beso. Una vez que el esposo se sentó en la mesa con mucho agrado, la mujer hizo una extraña especie de reverencia y salió al patio, prendió un cigarrillo y se sentó en una silla de mimbre mirando al horizonte. Esa noche dormiría tranquila, no habría gritos ni magulladuras. Nada mal.