viernes, 6 de marzo de 2009

Retrospección

Consuelo era encantadora. Solíamos conversar tardes enteras. Nunca me cansé de ella, y ella siempre oía con paciencia todo lo que yo tenía que decir. Yo hablaba de esto y de aquello, creyendo que cada cosa que me sucedía era de suma importancia. Ella lucía siempre humilde y sumisa, su piel era melancólicamente pálida. Venía al parque con esos enigmáticos anteojos oscuros puestos y pocas veces se los quitaba. Cada vez que tuve la oportunidad de ver sus ojos quedé inexplicablemente perplejo, tentado, maldito, mientras mi boca continuaba hablando idioteces. Su cabello era claro y resplandeciente; yo lo confundía con el cielo cuando el sol empezaba a ocultarse. A pesar de mi verborrea incansable, ella tenía la habilidad de hablarme: Me hablaba de sus amigas, su casa, sus problemas, su gato, su vida. Cada palabra, cada sonido que su boca reproducía era un monumento a la sencillez, quizás también a la inocencia: La inocencia de quien podía haberlo tenido todo y que, sin embargo, se encontraba allí conmigo, compartiendo sus desventuras. Claro que yo no notaba eso entonces. Tal vez estaba perdido en su mirada; tal vez pensé que ella nunca se iría. Un día nublado, ella no vino a verme, ni al siguiente, ni en todo ese año, ni en este. Cada día en que ella no estaba fue un martirio. Hoy dejé de esperarla. Tal vez ella comprendió por fin que yo era un pendejo, un tonto maravillado simplemente por una apariencia de mujer perfecta. Quizás las descubrió: su perfección, su belleza. Tal vez pudo verlo todo y corrió a buscar su verdadero destino. Ese destino que no habría podido encontrar conmigo en ese banquillo de plaza. Ese destino que yo y mis problemas de niño insignificantes no habríamos podido divisar jamás. Sé que no volverá. Su lugar nunca debió ser ese parque, a la sombra del árbol. Sólo deseo que se encuentre bien.

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