domingo, 14 de diciembre de 2008

El Lugar de las Emociones

Te seguí hasta tu departamento, en ese asqueroso edificio, donde vives merecidamente, por hacerme amarte tanto. Te vi cerrar la puerta y sentí que había llegado a mi ambiente. Hablé con el guardia, de larga barba blanca y ropajes milenarios; le di todo mi dinero y mis pertenencias metálicas, pidiéndole que me dejara vivir ahí por siempre. Él estuvo de acuerdo y me asignó la única habitación del último piso. Como el edificio no posee ascensor, debí recorrer la infinidad de peldaños de las despedazadas escaleras hasta que ya no había un lugar más alto en el edificio, sólo una puerta transparente que sobresalía entre los opacos muros. Entré a mi nuevo hogar, para jamás salir de ahí vivo. Las paredes y el suelo habían sido pintados con el color del cielo y lucían ilusiones e ideas increíbles que algún artista olvidado plasmó antes de encontrar la muerte. Nunca miré el techo, no recuerdo cómo era, nunca concebí una altura superior a aquella que dominaba. Los extraños designios que el antiguo morador perpetuó me hicieron soñar y vivir lo inesperable. Recibí las visitas más emocionantes: un día recibí al líder de alguna misteriosa secta circense, para luego compartir tertulias con los más importantes íconos vanguardistas europeos. Todo era sobrenatural en la modesta habitación, siempre iluminada por cierta luciérnaga omnipresente que nunca dejó de existir. No era yo capaz de distinguir un momento de otro, ni el día de la noche, ni el sueño de lo real. Cada día lo terminaba ebrio, ebrio de sensaciones inexplicables, irrepetibles. Entregado a esa voluntad incomparable, dejé de esperar tu llamada, y cuando ésta llegó, continuamente, cada cierto período de tiempo, no supe responder, no acudí. Un día, luego de despachar a un simpático hombre que no logró venderme su árbol rosa, sentí que lo había vivido todo, que no volvería a despertar ahí. Sólo dejé la puerta abierta, para que la curiosidad te condujera al interior, y cuando te vi, encantada, adentro, simplemente cerré la puerta por fuera y dejé que te impregnaras de felicidad, y de mi esencia, que te acompañaría por siempre. Di media vuelta y no te volví a ver.

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